La ciudad que se desgarra

Lo llamarían el viernes loco. Una niebla estival envolvía la ciudad y todo lo que había en ella. Habían pasado seis semanas y media sin que una brisa fresca apaciguara los ánimos, los egos y las preocupaciones que se acercaban peligrosamente a la superficie, si es que no estaban ya a la vista. A pesar de la basura que se amontonaba en las veredas y los umbrales de las casas, y del olor que esta desprendía, me había vuelto aficionada a caminar. Generalmente al atardecer. Antes de que se cierren las cortinas y se apaguen las luces, es posible ver la vida de los demás con un nivel de detalle extraordinario. Me ayuda a olvidar la humedad del sudor y la poca ropa que soporto usar.

Tomo mi ruta habitual, jadeando al llegar a la esquina de una calle suburbana, una de mis favoritas. Las imponentes casas georgianas, que alguna vez fueron edificios, han sido divididas de manera desordenada en pequeños departamentos, siguiendo la lógica de más ganancia = más cuerpos = más residuos. Mi paso se ralentiza y me encorvo de lado para recobrar el aliento cuando oigo un crujido que rebota alrededor. Una rama seca se rompe bajo mis pies cuando una pareja sale torpemente de una casa, atraviesa un pequeño jardín delantero y se desparrama por el asfalto ante mí. Una polvareda Sahariana se levanta bajo ellos de manera graciosa mientras se golpean en el bandejón, donde confluyen tres carreteras.

La pareja chilla como una cacofonía. Se agarran con un brazo y se golpean con el otro. Los dientes de uno se hunden en la carne, mientras las uñas del otro buscan el hueso. Parpadeo una o dos veces para intentar no verlos, pero la visión no se aparta. Mi cerebro ni siquiera intenta traducirlo. Sería como traducir el canto de los pájaros. Sólo se entiende desde las ramas. Mientras danzan, la tierra sale a su encuentro, para astillar un hueso o deslizar un disco.

Me recuerdan los vídeos que he visto de edificios en demolición. El agudo suspiro previo a la destrucción irreversible. Donde pisos y pisos de hormigón se rompen y caen, mientras el esqueleto de barras de refuerzo se dispara cada vez más alto. No se sabe qué parte está en movimiento y cuál está estática, sólo se sabe que todo se está rompiendo.

Incluso en estos momentos finales, no siento ningún instinto de separarlos. De razonar o debatir, o de ser la brisa fresca que tan claramente necesitan. En lugar de eso, me sorprendo a mí misma, me agacho y me permito disfrutar la escena. Dejo que mi boca se llene de saliva, que gotea sobre mi mentón. Sigue el rastro de un asfalto brillante que se une en el pavimento debajo de mí y casi se encuentra con los cuerpos que se retuercen. Probablemente, las ventanillas nos miran a los tres», bromea una versión de mí, «robando miradas entre el hielo y el aire acondicionado». Otra versión replica: «Probablemente, todo el mundo se muere por estar aquí, agitándose, brotando y llorando, al borde de la noche. Al borde de una ciudad que se desgarra».