Sin Licencia
Japón, Corea, Taiwán, patria imaginaria: Es a los jóvenes no ABC1 lo que fue París o Nueva York para la élite. Sueño cultural en el que funden fantasía narrativa (el manga, el animé) ludopatía (los video juegos) gastronomía, moda. Un espacio en el que se reconocen y que amplía las posibilidades de su cuerpo, de su lengua. Ese vasto continente asiático aparece como un lugar en el que la tradición milenaria y la tecnología de punta se hermanan para crear fantasías o pesadillas en las que deambulan los monstruos y los dioses de una mitología pop. New religión.
Ahí están los grupos de jovencitas y jovencitos que aprenden devotamente y con empeño ejemplar las coreografías del K-Pop, ahí los desfiles de Cosplayers, ahí los mangakas aficionados, los coleccionistas de figuritas, los nostálgicos de Osamu Tezuka.
Estas pinturas de Daniel Guajardo juegan en esa cancha, pero son las obras de un aficionado y no las de un creyente. Está la atención del antropólogo visual y el desparpajo del pintor, que manipula sus objetos de estudio en pos de una imagen. Dispuesto entonces a desordenar el museo del video juego, en pos de sus placeres pictóricos. Unknown pleasures diría Joy Division. Leer entonces, las estampas de Mario Bros. u otros personajes de los videojuegos, como el recuerdo de una época -los ochentas- que a la distancia- parecen el paraíso perdido de la imaginación infantil. Tristezas digitales en baja definición. Pero el artista está muy lejos de aquello. Estas obras descansan sobre una serie de errores, plagios y equívocos seleccionados con ironía y placer. Si hubiese que situarlas en un género literario, estos serían ensayos críticos, crónicas culturales antes que poemas melancólicos, Crónicas del s.XXI, escritas ante el horizonte digital obsoleto de una infancia perdida. Corrijo, de una infancia que nunca fue. Y es que una de las inspiraciones del artista es un juego que nunca existió en los ochentas, o en la década que le siguió y que sin embargo fagocita el ingenio de aquellos años: Somari.
Porque los videojuegos, probablemente uno de los más grandes negocios del siglo XX y XXI, han creado una subcultura narrativa y tecnológica de alcances inéditos. Justamente es desde allí que arranca la visión que propone el artista. Una consola, la Polystation, aparece como el epítome de lo pirata. Parafraseando -desde un plagio aberrante- el nombre de Playstation (en una estrategia que decenas de marcas chinas han hecho con otras de las más diversas industrias) la consola reproducía -en 8 bits- cientos, si es que no miles de juegos, para usuarios que querían revivir experiencias pasadas y hacerlo bajo nuevas claves visuales y narrativas; transitando desde el plagio a la recreación y desde ella, hacia un terreno que se antoja paródico y metalingüístico. El mejor ejemplo de ello y mayor inspiración de este proyecto es Somari, fusión narrativa y apócope de Mario Bros. y Sonic. Crossover a la mala, exento de todo pago de derechos de autor. Una muestra de lo que puede la creatividad, cuando se libra del copyright y con libertad funde las ideas ajenas, para desatar la fantasía eterna del ¿qué pasaría si? Lo saben todos los guionistas que han juntado en una historia a Superman con Batman, al Hombre Araña con Los Cuatro Fantásticos. Imaginaciones nerd.
Pintadas al óleo y con óleos chinos, como al propio artista le gusta recalcar, estas pinturas viven en una placentera ambigüedad. Recrean, con todas las libertades del medio pictórico, un universo digital que hoy se nos antoja primitivo. Los 8 bits, al que quedan reducidos todos los juegos que cita el pintor, son una clave formal que se antoja sintética y hasta abstracta, si la comparamos con la moderna tecnología que ampara todos los juegos que ofrece el mercado hoy. Son y fueron también una Academia, un espacio de aprendizaje que ofreció modelos múltiples de representación “pintar y repintar este imaginario es un ejercicio que tiene que ver con copiar lo que vemos cuando queremos aprender a dibujar. La imagen nos llama y queremos llegar a ella. El primer intento de acceder al mundo de las imágenes es a través de la reproducción, copiar las caricaturas, copiar los cómics o los videojuegos, es un principio creativo para crear también nuevos mundos a partir de lo que hemos observado.” Señala el propio artista.
La alta definición de juegos como League of Legends o Fortnite es un mundo hiperreal en el que texturas, atmósferas y superficies pactan con la realidad transformándola en un universo en el que todo luce un realismo aumentado. El jugador contemporáneo puede manipular y construir -en centésimas de segundo-el entorno en el que deambulan unos personajes armados según su propio criterio.
Frente a ese decorado, los 8 bits ofrecen una reducción minimalista, un universo que se antoja mondrianesco, como si fuese posible transformar la realidad por completo a partir de un criterio técnico de orden minimalista. El menos no es más, es diferencia. Los 8 Bits, como las piezas de lego, extreman el ingenio abstracto; lidian con la realidad -simplificándola- hasta convertirla en estampa paisajística. Aquí uno de los paisajes aludidos es el de Somari, interpretado por el pintor como un símil del paisaje local : “siento que son de alguna manera una representación del paisaje de Chile. El cielo azul, la cordillera llena de nieve y una palmera que siempre irrumpen en la escena. Los niveles del juego siempre incluyen elementos como montañas, cuevas, agua que son prominentes en nuestro paisaje.” Somari es para Guajardo lo que la caja de fósforos Los Andes fue para artistas como Truffa o Cabezas, nostalgia de bolsillo.
Son justamente los vacíos, la geometrización distorsionante que ofrecen estas vistas seleccionadas por el pintor -en múltiples pantallazos- lo que le permite desarrollar un juego formal en que la mancha se desenvuelve con total libertad sobre el soporte. No constreñida por afanes miméticos ni el encorsetado límite del masking tape. Guajardo, lejos de reproducir con laboriosa fidelidad sus referentes, prefiere en cambio la distorsión, la contaminación permanente del material que le inspira. Un observador participante. Puede tratarse de insertos de otros juegos o de sucesivas capas de mancha que vuelven borroso, ambiguo y extraño el universo citado originalmente. El óleo es aquí la materia que carga la marcha de los personajes, como un lodo espeso, hasta volverla imposible. Mario y sus aventuras transcurren entonces en un ambiente que le debe tanto a la abstracción expresionista, y a sus codificados grafismos, como a la tecnología de bajo definición -pirata siempre- que el artista cita a lo largo de cada una de sus pinturas. “Ladrón que roba a ladrón” parte el refrán.
Parodia y sensible homenaje de una cultura -latinoamericana- en que el pirateo, cuando no el robo flagrante, ha sido la forma de acceso a una modernidad capitalista que se hace lejana, cuando no imposible, en muchos contextos de nuestro continente y también de nuestro país. Meiggs convertido en Barrio Chino. Es justamente esa imposibilidad de acceso la que se convierte en ingenio ladino. Guajardo, apropiándose de estas referencias de origen asiático, se deja sorprender con las imágenes como el pintor que es, pero también realiza una serie de apuntes de carácter sociológico. Pintor viajero de un territorio cuyos límites son los vastos espacios de internet, y tal vez los territorios más accesibles de los Persas que se distribuyen en las periferias santiaguinas. La suya entonces es una cartografía visual y social. No solo pinta los ensueños de los jugadores, al hacerlo nos ofrece también una parte de su entorno. El conjunto puede leerse como una descripción en 8 bits de aquello que ha caracterizado a nuestras sociedades latinoamericanas a lo largo de todo el siglo XX y, por cierto, del siglo XXI: una imitación astuta y precaria de unos mundos tan deseados como inaccesibles.
La estética de Guajardo es tributaria de todas aquellas tendencias que han trabajado desde la realidad imponiéndole un filtro. Para no retroceder tan lejos en el tiempo, sería quizás el lenguaje de los puntillistas liderados por Seurat el que da inicio -en la modernidad- a unas prácticas que filtran la realidad observada a través de una estética construida desde paradigmas científicos. En este caso, las múltiples teorías del color que se habían desarrollado a lo largo de todo el siglo XIX. Con los puntillistas se inicia una forma de interpretar la realidad desde filtros que podríamos calificar hoy día como tecnológicos. Es este lenguaje impuesto, anticipado, el que termina por definir toda una estética como más tarde ocurrirá con Liechtenstein, con Chuck Close y con todos aquellos artistas que de una forma u otra responden a estímulos de reproducción mecánica o como ocurre hoy día, digitales. Guajardo se vale de los 8 bits y a partir de ellos realiza una interpretación libre, estilizada de sus modelos. Sus obras se distribuyen en pantallas que no responden a las proporciones de los videojuegos o de las pantallas domésticas. Al contrario, juega con los soportes en una relación que recuerda a la pintura moderna. Paradójicamente es una suerte de formalismo a la Matisse que especula con los planos pictóricos, la extenuación de la superficie y de la materia, para vibrar estética y pictóricamente desde un referente espurio, banal.
El mundo de los videojuegos y su reminiscencia falsa a los años 80 o 90 funciona aquí ,como una metáfora de nuestro consumo cultural y nuestra confusa relación con el pasado. No representan estas pinturas ninguna recreación fiel a los juegos que aquellos que vivieron aquellas décadas pudieron experimentar en el Delta 1 o en cualquier sala de juegos. Lo que hay -entonces- es una forma alterna de representar y trazar los contornos de una época y una cultura en perpetua negociación. Una época que se redibuja permanentemente en la conciencia de aquellos que la vivieron y de los muchos que solo la imaginan a partir de productos que la convierten en Tierra de Nunca Jamás, Edén electrónico en el que no caben ni la dictadura de Pinochet, ni las pugnas políticas, ni la vulgaridad de cada día. Si en cambio el brillo flashdance de los neones, las pantallas electrónicas, las pequeñas consolas de bolsillo, todas promesas de un placer que se sueña interminable, como la infancia extendida de tantos jóvenes, que se arriman a la vida adulta con sus mochilas de Naruto, sus tatuajes Kwai, sus barrocos trajecitos de cosplayer.
[Sin licencia de Daniel Guajardo en Galería Isabel Croxatto]