No te pierdas de puntillas: una lleva a la una a la

En un mundo donde el viraje telemático de la vida prolifera y tanto la ubicuidad como el desdibujamiento de los límites se nos aparece cada vez más patente junto a los problemas orientativos que contraen, nos entrampamos en una incapacidad de señalización a partir de la cual se hace cada vez más difícil saber a ciencia cierta donde empieza y termina una u otra cosa, o derechamente en dónde está. En cada punto parece abrírsenos una multiplicidad infinita de alternativas y caminos posibles, ya sea en el dispar tumulto de informaciones que ingerimos, las miles de conexiones en simultánea disponibilidad, o dicho en otras palabras, por aquella conversación abierta que la mayoría de las veces se nos hace apenas el desarticulado griterío de una multitud que no se pone de acuerdo.

En Todo esto era campo atestiguamos una suspensión primordial, o mejor dicho, un espacio en donde si bien pareciera haberse perdido el contacto de los pies a la tierra, priman sin embargo la vastedad de conexiones, atravesando así tanto la deriva como el atado de los cabos abiertos.

Tenemos la proyección en video (Nicolás Rupcich) de un espacio fantasmagóricamente paliducho, medio onírico, en el que las ramificaciones neblinosas de un árbol −cuya base no alcanzamos a distinguir− se despliegan en oblicuas derivaciones sin principio ni fin. Proyección que justamente fue montada en el cuarto de baño, espacio tan blanco como geométrico, racionalizado por excelencia, y como se refiriera Guillermo Machuca en su momento a este respecto: “un espacio íntimo y limpio que carece de memoria (los auténticos no lugares que la teoría contemporánea ha tendido a confundir)[1]. Digamos, un espacio diseñado especialmente para omitir, para suspender la experiencia matérica, y llevar a cabo de la manera más impermeable posible la expulsión de los desperdicios que traemos dentro. O podemos pensar a su vez en el “irse por las ramas” de la divagación mental durante el contemplativo acto de defecar, relativo al florecimiento de pensamientos banales emitidos sin retención alguna. Pensamientos que se despliegan esfumándose apenas llegada la hora de subirnos los pantalones, sin dejar rastro alguno de lo que por nuestras cabezas pasó.

Vemos como esta impermeabilidad atraviesa la muestra insinuándose a su vez por ejemplo en las láminas de aluminio que fueron impresas con iconografías relativas al lavado de manos (Rodrigo Lobos), cuestión que −dado el reciente contexto pandémico− no podemos dejar de ligar a lo que nos implicó por regla una experiencia carente de contacto. Aquí voy a parar un momento. Y es que toda esta cuestión bien puede leerse a todas luces como una tragedia, ya sea respecto a la necesidad de calor humano por medio de la estrechez de los cuerpos, o ya sea sobre la pérdida de la empatía y la proyección por parte de las nuevas generaciones (cuestión que hace rato ya se nos venía gestando a punta del culto neoliberal al individuo y la sensación apocalíptica), y así podríamos enlistar todo esto y un largo etcétera de lamentos en torno a la decadencia progresiva del actual estado de la modernidad, pero más allá de la pena derrotera bien valdría la pena pensar en lo que vendrían a ser las ventanas −si es que no puertas− que se ensancharon a partir de esta nueva clase de experiencias que durante nuestra reclusión en cuarentena se exaltaron al punto de llegar a ser nuestro único “medio de vida”.

El mundo de las imágenes flotantes, esta hiper trama de conexiones e intercambios, satirizado en la exposición con el gesto kitsch de una mandala (o atrapasueños) que en su centro ilustra dos manos pasándose el emoji de una pera (Rodrigo Lobos). Mundo digitalizado que sin embargo se atisba en total coherencia con la naturaleza, y que a su manera logra dar la vuelta entera. Lo vemos en las fotografías del desierto florido (Nicolás Rupcich) que fueron dispuestas sobre y tras la transparencia turbia de un plástico de nylon. Flores y tallos −una caricatura de lo que entendemos por naturaleza− espléndidamente ramificados como un complejo sistema de conexiones neuronales, un recordatorio de que no hay nada afuera de la naturaleza y que no sólo los arbolitos lo son, sino también los cableados e incluso las relaciones telemáticas de la red que hoy especialmente nos atingen. Y porqué no, un segundo recordatorio también, de que la naturaleza no es buena de por sí, sino que simplemente es como funcionan las cosas en su proliferación destructiva.

Finalizo rematando con las “sillas” de Rodrigo Araya: estructuras homogeneizadas en el color amarillo de la composición general, alusivas a una silla pero desprovistas de asiento, y desde cuyo tope una concatenación de tramos heterogéneos de eslabones van a parar a la oreja de una taza traslucida que es suspendida sobre su platito apenas a centímetros del suelo. Mucho se ha dicho sobre el extravío del “mundo circundante”, del mundo material que nos atinge en nuestra relación a con los objetos, ahí en donde hoy por hoy pareciéramos habitar más que nada en “la nube”, pero no estaría de más sacarle provecho a esta nueva dimensión que se nos ha abierto en las últimas décadas, apostando a la posibilidad de dislocar esta hiperconectividad trayéndola devuelta al espacio tangible que habitamos. Rescatar esta exaltación de las relaciones, arrancándola de la sobrestimulada maraña que nos aturde, para llevarla al entramado de relaciones que atinge a las cercanas partículas objetuales de nuestro olvidado día a día. Apostando a perseguir la promesa de sentido, al hecho de que “una cosa lleve a la otra”, vadeando el enredo ruidoso y despejando los taponeados canales perceptivos. Apelando a la paciencia contemplativa como resistencia a la turbiedad de los flujos de información.

Estamos cansados y buscamos donde sentarnos en medio de la tempestad, un lugar en donde reposar, destinando toda nuestra concentración en pos de situarnos, en pos de “fijarnos bien”, y el arte, por medio de la rarificada alusión a nuestro mundo, puede hacernos ver como por primera vez −sorteando en la organización de una forma quebrada− las profundas implicancias de aquello a lo que ya no somos capaces de prestar atención (no podemos prestarle atención puesto que lo vemos a cada rato). Ya sea la posibilidad de “atender nuestra distracción” en las divagaciones durante nuestra estadía en la taza del water. Ya sea la ramificación de las puertas abriéndose de par en par. Ya sea el momento del té, el cartón doblado pescado de un cabo y del otro la bolsa. Conectores, transmisores de fuerza a través del hilo, y acuosidades contagiadas en el estrujamiento expelente de las yerbas. La deriva y la derivación, suspensión y movimiento, en un puro y solo movimiento, dando así con una forma de tomar conciencia, sea lo que sea que esto signifique.

Exposición colectiva Todo esto era campo de Rodrigo Araya, Nicolás Rupcich y Rodrigo Lobos en Instituto TeleArte.


[1] Machuca, G. (2018). Astrónomos sin estrellas, pág 104. Santiago de Chile: Ediciones Departamento de Artes Visuales Facultad de Artes Universidad de Chile.