La suerte del perdedor

¡Ah, la juventud! Llena de sueños e ilusiones, se avientan al mundo como meteoritos, listos para arder con tal de convertirse en estrellas fugaces. Cuántas veces hemos mirado al cielo viendo titilar sus luces y confiándoles nuestros deseos. Cuántas veces hemos confundido basura espacial con cometas fugaces, esos que parecen tener un poder aún mayor para cumplir nuestros anhelos. Así, vamos depositando nuestras fantasías en lo que sea que nos haga sentido, ya sea una estrellita o una basurita. Si nos sirve, va.

Así también, los residuos que nos prometen la felicidad, con el tiempo, se convierten en chatarra. Ese trofeo que ganamos en la adolescencia se convierte en un estorbo, las fotos de ex parejas en un dolor de estómago, el diploma al mejor compañero en un motivo para odiarse, y la mención honrosa de un concurso en el que ni siquiera teníamos tantas ganas de participar, en un recordatorio de que ya no somos tan jóvenes como para volver a competir.

El quehacer artístico tiene mucho de esto. Acumulamos experiencias a través de las líneas en nuestros currículums y almacenamos lo que alguna vez llamamos «obras», apiladas en nuestros talleres hasta que llega el momento de decidir si siguen siendo oro o si el tiempo las ha convertido en desechos. Es difícil dejar ir las cosas a las que les hemos otorgado valor, ya sea económico o emocional. Más difícil aún es entender que nosotros, como artistas, corremos la misma suerte que esas obras, pues otros tienen la facultad de llamarnos “estrellas en ascenso” o “artistas senior”.

La exposición Debut y despedida de Martín Bonnefont en Galería Animita es la recolección de tres obras realizadas a lo largo de los años, pero que aún pelean por mantenerse al margen del descarte, utilizando las credenciales de “obras destacadas” que adquirieron en el circuito de concursos locales para volver, una vez más, a ser admiradas, buscando aferrarse al spotlight. Sin embargo, aquí no hay primeros lugares. Hay placas que dictan premios al esfuerzo, segundos lugares, aplausos de los amigos que llegaron junto con el nombramiento. Las que, al igual que las latas de cerveza, las galletas de la once y el terno de una fiesta de graduación de antaño, son recordatorios de momentos de felicidad fantástica, efímera y sintética.

En Animita, las obras parecen estar esperando, un poco tristes y burlonas, al competidor número 10.000 en cruzar la línea de la maratón y galardonarlo con su medallita de bronce y brindar solo por la felicidad que significa haber conseguido algo, lo que sea. Alejadas de los focos institucionales y los aplausos, las obras –como extensiones del artista–, claman el adiós a sus días de premiaciones, de ternos y diplomas, de zapatos lustrados y palmadas en la espalda.

En el mejor de los casos, uno crece y las distinciones comienzan a perder relevancia. En el peor de ellos, se continúa peleando contra la corriente de los años que avanzan insistiendo en los aplausos y las miradas ajenas que tienden a privilegiar a la deslumbrante novedad. Sin embargo, quien ha observado desde el escalón más bajo del podio sabe que la caída no duele tanto si no se ha subido tan alto, y que el dolor del olvido no es tan terrible si no se ha luchado por ser recordado. El perdedor corre con la suerte de ser libre pues no tiene precedentes y no carga con expectativas. En su aparente anonimato, el perdedor puede escoger si ser estrellita o basurita, exponer su fracaso o disfrazarla de mérito. Si le sirve, va.

 

[Debut y despedida de Martín Bonnefont en Galería Animita]