Se mira pero no se toca (Noli me tangere)

Sobrepasando con creces las proporciones del ojo humano, los invasivos lentes de las cámaras que usamos hoy en día alientan a una excesiva autoconciencia del propio aspecto, y surcan y horadan el cuero de cuanto a simple vista fuera visto liso, tal como otrora correspondiera a una exclusiva fantasía de los comerciales dermatológicos, que cual sonda se hundiren en la piel apuntalando las grietas más imperceptibles de nuestro cuerpo. O así mismo, en otro caso mucho más casual pero no por ello menos común, la cámara del celular suele abrírsenos sin cuidado y el contrapicado torna en grotescas papas al escorzo deforme de nuestra cabeza inclinada. Por ahí hay hasta quienes en su justa psicosis tapan las cámaras del computador con cinta a modo de sopesar la consabida vigilancia. Imposible mirar sin ser vistos. Un lugar común a estas alturas. Pero en fin: tecnologías de la mirada y agrietadas papas indispuestas. Vamos a algo más.

Sebo seco, ojos quemados por la luz y un espacio desfondado. Hace rato que el peso y consistencia de la carne se fueron quedando fuera de lugar ante el torrente vacuo e impermeable de nuestra experiencia mediada por el cristal.  Rayante en la avatarización, el hábito in creccendo del diseño de nuestros aspectos a manos de las redes sociales, nos lleva a un nivel tal de autoadministración visual −al último, en la pesquisa de un cuerpo etéreo y brillante− que no hace sino más que contraer el avance de la insatisfacción general, al dejarnos a cambio una apariencia por contraste opaca, tosca y áspera.

Dominique Bradbury tuerce estos códigos directrices de la mirada al mero consumo −sea moda, dermatología, o el ánimo de régimen farmacéutico−, para tematizarlos y hacer de ellos zonas grises por las que finta la vista circulando al soslayo, señalando de manera oblicua cuanto más bien brillara por su ausencia.    

El agazapado escepticismo de esta mirada dis-traída, bordea a las magnéticas estaciones visuales que guían nuestra percepción en rutas y valores pauteados a priori. Dado tal marco de ideales sometidos al titubeo, atestiguamos por ejemplo el terso frotado de modelos romanos con maniquíes, o aquella frívola máscara facial presta a leerse cual cita al desollamiento de San Bartolomeo, más virando la abierta tortuosidad del referente bíblico hacia una angustia contenida, impávida. Tácticas que develan un matiz trémulo y seco en las vanas promesas de juventud eterna. Se mira pero no se toca. Se baja la mirada. Signos de la expulsión del tacto y pesquisa de su restitución, regidos por el vértigo hasta la náusea de una heterogeneidad de temporalidades que a la fecha son capaces de acudir simultáneamente a nosotros desde donde sea que nos encontremos. Pajaritos nuevos más viejos que Cristo. En todas y en ninguna.

Hay que cuidarse de lo que ocurre con las imágenes; son visiones que se tornan en modelos de visión. Y sin duda cuidamos de nuestras imágenes, pero a secas tal premisa no se halla exenta de trampas y malentendidos hedonistas. Sea el anhelo por fijar cuanto se afloja hasta el extravío, o la recopilación infinita que cualquiera lleva a cabo entre la mera acumulación y el rigor categórico. ¿Dónde yace la distinción o pasaje entre las imágenes que reunimos y la nuestra propia? O no una y sola propia, sino un encuentro entre torrentes de imágenes que canalizan la nuestra. Sin duda cuidamos de las imágenes: buscamos retenerlas, pero sin acabar de perseguirlas por doquier; y es en ese “pero” tan irrevocable, que pareciera tomar lugar el incansable malabareo de cuanto dejamos caer al estirar los brazos a la siga de algo más.

[Instrucciones de Dominique Bradbury en TIM Arte Contemporáneo]