El sueño de una especie marina
«Así, pues, mientras que el sueño es el juego del ser humano individual con lo real, el arte del escultor (en sentido amplio) es el juego con el sueño».
Friedrich Nietzsche, La visión dionisíaca del mundo.
La espera de una perla equivale a la invención del lujo. En el coral o la medusa vemos esta tendencia impersonal al detalle. La delicadeza es el sueño de una especie marina: el movimiento ondeante de gestos suspendidos ante la memoria que se tiñe de penumbras y devora rayos lejanos, cada vez más al fondo. En aquella zona abismal podemos encontrar pesadillas crónicas y tentaculares. Se trata de las capas extraviadas donde no habita la frecuencia de la razón ni la luz del conocimiento. Solo acecha el impulso errante de una delicadeza constelada, que perfecciona cortezas en forma de recodos, como exaltación de un rito amenazante. La contracara de la depredación en su aspecto infernal.
Aberrantes sabores intrusivos dan a conocer las texturas celestiales. Agradecen lo caótico y una luz desconocida. Son la unidad: la incineración sensible del paraíso donde se origina su nueva partición. Una fantasía mórbida, inmaculada, feliz en el daño, que dispensa un miedo egoísta en virtud de socavar las almas. Todo en nombre de su coraza, una fantasmagoría estética del entorno, su mayor creación.
El verdadero artilugio alienta al crepúsculo con un sentimiento de amor predilecto. La cloaca insana acuna su reverso. Este artificio acuoso promete una forma de adoración y castigo a la piel. De ahí tal vez que toda protección ponga en juego la gravidez erótica de la mirada. Lo bello no es sino el nacimiento de lo terrible, dice Rilke. Y es que amamos el mundo aunque luchemos contra él buscándolo. En el mar también aman, aunque gocen de ello invocando potencias peligrosas: alas como tentáculos en busca de un sol escondido.
Diego Maureira + Drago Yurac
[mareas de Elizabeth Burmann Littin en Galería Patricia Ready]