Vigilia en zopiclonas
Es entendible querer recostarse,
pero es una tontera desear el fin de la guerra,
sin contradicción todas las cosas dejarían de existir
Heráclito
Así la ansiedad patente del paradójico reposo inquieto y la pila de posibilidades obstruyendo la posibilidad de acción de las posibilidades; ni despierto ni dormido, así se despliega el tormento de la carne ante el verbo, o ya sea aquí el caso, ante el signo diagramado y la permanente (in)digestión del mundo que cursa a través de la percepción involuntaria. Una suerte de juguete chino de encajes que lo compone todo + el zumbar del espacio en la mente, prolongándose de forma profusa en todas direcciones, mientras se entrama y mimetiza la maraña de un progresivo aglomerado de objetos y/o personajes que a menudo tienden a convertirse en caracteres elementales –si bien desbordados– cual partes de un diagrama exponencial que sonroja a las verdolagas charchas del cuerpo que estruja.
Balthus dice en una entrevista con Francois Jaunin: “hay, detrás de las apariencias, una geometría que rige todas las cosas y que estructura el universo. Sólo ella permite leer el ordenamiento profundo del mundo (…) y no los remolinos que agitan la superficie de las cosas”[1]. Gumucio acude a ordenamientos geométricos y patrones modulares persiguiendo la cohesión y continuidad ante la intrusión de los ruidos que atestan la resquebrajadiza mente del sujeto moderno, y entiende que no es llegar y hacer vista gorda de aquellos agitados remolinos de los que habla Balthus, sino que se trata de tratar con ellos, atenderlos y de pronto llegar a acuerdos con sus demonios; demonios del estado trastornado de los desórdenes del sueño (y dejo aquí al lector la tarea de considerar el potencial metafórico que puedan implicar los “desórdenes del sueño”, la turbia dirección de nuestros deseos y proyectos, etc); desde el “dormir de día” se me aparece la forma de su contraparte en quienes andan como dormidos, más específicamente en el “estar fundido”, expresión que solemos usar para referirnos a una rendición del cuerpo y la mente ante el peso –ya sea físico o psíquico–, y que en gran parte tiene que ver con el olvido del yo en un simulacro de consubstancialidad con la nada; o ya sea con el todo, pero un todo que a nivel tan macro de alejo-enajenamiento se vuelve ligero e indiferenciado, y en donde los sobresaltos no parecen más que la fútil textura de una nada en circulación.
Este pasear en la nada está ciertamente contenido en el amable espíritu de las infancias (vuelvo a pensar en el juguete chino) que en turbia frecuencia pueblan las imágenes de Gumucio con el signo de una curiosidad genuina, un ocio primigenio, ya sea el gentil deslizarse a través de vibrantes matices por la sopa de la superficie pictórica, confrontando al agobiante psicoseo de los signos y sus redes gorgoteantes. Niñas traviesas y semi corrompidas asomándose a la indiferente crueldad de la naturaleza, rodeadas de un desastre de personajes fermentados que parecen babear en la descomposición de su dejarse estar, generando un frotado temporal donde, entre alzhaimer zarrapastroso y frescura de vida nueva, se consagra un puro pasaje enlazado por la mente vacía; los primeros brotes en la nada y la fundición atestada de una exaltada actividad que se desenvuelve en los espacios del olvido; vívidas gallinas que ahí corren entre la maleza y los trastos suspendidas en el tiempo. La aproximación a fuerza de curiosidad desinteresada, esfuerzos de conjunción, el paso a la fundición, y el olvido, ante un insoportable exceso de conciencia que pareciera seccionarlo todo y aislarnos en los adentros infranqueables de quien ya solo piensa pensamientos.
Muestra Dormir de día de Ignacio Gumucio en Galería D21 (01/04/23 – 11/05/23)
[1] Balthus: meditaciones de un caminante solitario de la pintura, pág. 52, editorial Las Cuarenta, Buenos Aires, Argentina.