Gusano-Serpiente

El gusano-serpiente de Ángela Jiménez Durán es una especie de anguila eléctrica hecha de barro. Una entidad ciega y ambivalente, depositaria de la voluntad instintiva que nos empuja a conferir vida a las figuraciones inanimadas. La extensión de su cuerpo no disimula el juego de manos y huellas que moldean a pulso la tierra húmeda. Acto que culmina y vuelve a empezar en la deformación espiral y el vacío. La electricidad viene de la cúspide, que se yergue y husmea las faldas de la galería. Esta hace de encuadre y de hábitat. Desde el exterior: un avistamiento. Una jaula que borronea lo inteligible en medio de la ciudad. También, algo escatológico.

Por su parte, un jeroglífico separa el cuerpo de la pura materia orgánico-geológica. Se trata de una mínima contracción semántica; un símbolo de antena receptora que aparece perfectamente delineado, como si se tratase de una runa inscrita sobre una superficie de fibra metálica. Refiere al universo tecnológico y las señales inalámbricas, por eso busca el cielo. Sin embargo, bien podría ser el interior de la serpiente (un dicho popular: “la culebra se mata por la cabeza”), que revela a través de un corte axial su composición y el diseño de la espina dorsal. O peor aún, lo que vemos es simplemente la cabeza sin rostro de una entidad totémica, impensada y ominosa, reacia a toda clasificación.

Aby Warburg concluye El ritual de la serpiente proponiendo una analogía con el presente. Entrado el siglo XX, la forma alargada que caracteriza a la serpiente, que simboliza el rayo de la tormenta entre los indios pueblo del suroeste de Estados Unidos, se convirtió metafóricamente en el tendido eléctrico que abastecía de luminaria la vida civilizada en Norteamérica. Una domesticación violenta que tuvo como correlato la extinción de los últimos resabios del culto mágico a la serpiente: el rayo que traía consigo la lluvia y por tanto la vida a los áridos territorios de Nuevo México y Arizona.

Cerca de un siglo más tarde, son precisamente las antenas emisoras las que han consumado la desaparición radical de las distancias físicas, reduciendo los límites naturales del mundo a la simultaneidad. Como señala Zygmunt Bauman: «Ya no importa dónde pueda estar el que emite la orden –la distinción entre “cerca” y “lejos”, o entre lo civilizado y lo salvaje, ha sido prácticamente cancelada». De este modo, cabe preguntarnos: ¿qué invocación agónica o germinal encarna el experimento animista de Ángela Jiménez Durán?

Desde tiempos remotos el acto de escenificar conlleva el poder oculto de confundir el arte con la vida. Si hay un sentido metafórico detrás de este “encuentro”, sin duda tiene que ver con el deseo de condensar la extensión que abarca el mundo contemporáneo. La única época que ha conocido el dominio masivo de las señales electromagnéticas. Por tanto, la obra es una invocación gestada desde los desfiladeros de la marcha tecnocientífica, donde se agitan fuerzas desconocidas indiferentes a lo humano.

[Encuentro de Ángela Jiménez Durán en Sagrada Mercancía]