Espejo subterráneo
Él la cogió de la mano y los dos se inclinaron sobre el pozo sin romper el silencio. Al reflejarse en él, el sol parecía oscurecerse como plata negra y el cielo era de color ceniza.
Irène Némirovsky
Una escena de juventud de Chéjov señala el encuentro del incipiente escritor con una adolescente en torno a un pozo en medio de la estepa. Cuando la joven muchacha aparece descalza en busca de agua, ninguno de los dos se mira directamente a la cara, sin embargo, ven sus rostros reflejados en las oscuras profundidades del espejo subterráneo. Y algo más: a través de esa ranura, de ese catalejo estelar, ambos sonríen. Están solos, no hay testigos y no se conocen; se atraen. Un beso irreal culmina este encuentro, infinitamente insuficiente para el éxtasis y la ternura exigida por sus cuerpos. El tiempo de este episodio y su prolongación es impreciso, fuera de toda unidad planetaria. Una caricia de la mano de Chéjov cubre el cabello de la joven en dirección hacia el ayer luminoso de un día imaginario. Todo es presente y luego el fin. Las cosas extraordinarias deberían durar para siempre, pero la norma es el silencio de un fuego desconocido que inunda las vidas de las generaciones que pisan este mundo. Aprender a ver por primera vez es milagroso y del otro lado la costumbre opresiva de los sistemas es una condena enquistada para la multitud. La verdadera felicidad y el amor se abren camino en la mirada de quien anticipa el deseo, como una proyección, como un modelamiento de lo real, en base al destello incandescente que es el conocimiento y la certeza de vivir como acto de libertad, la recuperación de las circunstancias del presente.
Antes de preguntar el oráculo es creer de María Pía Landea en Cede.